La fachada de la casa tiene doble color. Como para despistar. A nosotros, que íbamos a lo nuestro, nos pareció que la casa era dos casas por aquello de los colores distintos, uno acá y otro allá, a la derecha. Tuvimos que pararnos y decirnos muy seriamente que el despiste pretendido no iba a equivocarnos. Porque veíamos, muy bien visto, que era una única casa, bien dispuesta además a recibir piropos por la simetría entre sus elementos. ¡Y qué elementos! Cinco ventanas en lo alto con hierro forjado de lindo diseño, dos como si fueran de balcones, entre otras cosas. Lindura de la linda, nos dijimos, esta casa algo antigua en el Puerto.
Todo cambia, menos las columnas que permanecen, podríamos decir. La calle de Triana está siempre en transformación y no nos referimos a los cambios obligados en los tantos escaparates y comercios que se adaptan continuamente a las modas y a las estaciones. Hablamos de los edificios que configuran la calle, de estilo modernistas muchos de ellos, si no la mayoría. Ahora mismo, y desde hace meses, son tres los edificios que están en fase de remodelación salvando -gracias sean dadas a Dios- sus fachadas. Son los de Metharan, con sus elefantes; el de la librería Rexarch, tan famosa en sus tiempos; y otro a mitad de la calle en donde, aprovechando un añadido hicieron un escaparate para el establecimiento Arencibia, que estaba enfrente, creemos. Así que, todo cambia, menos las columnas que permanecen. Hablamos de las columnas que en tiempos dieron nombre a una ferretería que duró montones de años, muchos años, mucho tiempo.
Encontrarse con un patio, mejor dicho con un viejo patio derruido, es como encontrarse con un viejo amigo. Ambos dos nos cuentan sus historias y pasamos con ellos, oyéndolas, agradables horas de charlas que pueden durar tan sólo unos minutos. Nos ocurrió el otro día caminando hacia Las Canteras. Vimos al patio (no al amigo) y estuvimos preguntándole por sus recuerdos. "La escalera -nos contestó- en la escalera están todos mis recuerdos. Pregunta a la escalera". Y entonces, vimos que al fondo a la izquierda, más atrás que la planta que daba un toque de color al patio (a más del grafiti) se nos aparecían los escalones pegados a la pared de una vieja escalera de mampostería, que ahora, parece que no conduce a ninguna parte. "Eso, nada más y nada menos que eso", nos dijo, por boca de la escalera, el patio. Y nosotros seguimos nuestro camino hacia la playa.
La Avenida de Escaleritas, que toma su nombre del barrio en el que está, tiene su corazóncito. Y no nos referimos a alguno de los semáforos que se ocupan de que por esta arteria fluyan con normalidad los coches y guaguas que bajan y suben de continuo, sino a otro corazón, que late con el aporte de las gentes. Gentes que siguen con la 'manía' de guardar las tapas de plástico duro de las botellas y garrafas, tarea que se puso de moda hace algunos años cuando se empezó a decir que por tantas tapas entregadas te daban algo (no sabemos en donde), por ejemplo un coche de esos que utilizan las personas con discapacidad en las piernas. Y estas gentes -pensando en tales dádivas que a alguien benefician- almacenan y luego traen las tapas, como podemos ver, para ponerlas dentro o junto al preciado corazón de la Avenida.
Al niño, lindo y bien gordito, lo encontramos botado en la calle y casi casi que nos asustamos un montón. Nos quedamos boquiabiertos en un intento de entender qué pasaba. ¿Cómo? ¿Cómo un niño tan pequeño puede estar por los suelos a punto de ser pisado por todos? Lo miramos con cariño. Vimos sus ojitos negros, expresivos; su naricilla tomando aire y su boquita diciendo un ¡oh! que se oía en toda la ciudad. ¡Qué hermosura de pelo! ¡Qué orejitas, Señor! ¡Qué corpulento! Lo llevamos con nosotros y el niño, y la joven que lo había pintado, nos sonrieron.
En la antevíspera de Reyes paseábamos por Triana. Al rato nos sentamos en uno de los bancos que encontramos vacío. Al poco llega un hombre cargado con bultos varios; pide permiso para ocupar la mitad del banco, saca un órgano electrónico, un amplificador, unos cables y algo más; se entretiene un rato colocando el órgano y los aparejos y luego comienza a tocar sentidas canciones del ayer. La gente pasea. Mayores caminando y algunos en coches para discapacitados por la edad. Niños pequeños van y vienen, a otros, más pequeños aún, los llevan en cochitos. Una señora con uno de ellos se para frente al pianista. El niño, un pequeñajo, mira con sus hermosos ojos grandes y escucha con atención. Al final de cada pieza, el niño aplaude: es un amor. En un kiosco que está enfrente alguien compra. Nosotros, atentos a todo, nos pasamos un buen rato embobados, mientras la tarde se iba bajo el alumbrado de la Navidad...
Nos habíamos portado muy bien durante el año y por ello estábamos seguros de recibir de los Reyes Magos aquello que de corazón quisiésemos. Lo de menos es si lo teníamos apuntado en la carta o no. Los Reyes que son Magos conocen todos los deseos de los niños y de quienes seguimos siéndolo. Así que no nos extrañara cuando, paseando por la Avenida de Las Canteras vimos unos preciosos regalos fabricados a conciencia por las manos maestras de las olas que tejían lindos encajes para nosotros. Encajes como aquellos que hacían las mujeres de nuestra isla allá por la Villa de Ingenio. Encajes lindos, encajes soberbios, encajes sutiles que hacen las mareas al subir a las arenas a darles besos.
La iglesia parroquial de Santa Isabel de Hungría, en Escaleritas, no es grande ni pequeña ni alta ni baja. Digamos que tiene las dimensiones adecuadas para cumplir con la misión evangélica que tiene asignada de forma cómoda para la feligresía del barrio. Y al no ser alta ni baja, tiene unas cualidades acústicas estupendas para llenarla con música religiosa, diríamos que cantada por los mismos ángeles. Así nos pareció el otro día con un concierto de Navidad en el que una joven soprano, Mónica Suárez, y un tenor de buena voz, Fernando Barrio, acompañados al piano por Eduardo Cardoso, nos deleitaron con un buen número de villancicos y canciones a la Virgen cual surtido perfecto de presentes al Niño. No pudo asistir (por problemas de garganta) el barítono Gilberto Hernández, y por ello nos quedamos sin escuchar la Canción del Tamborilero y otras, con gran desconsuelo por nuestra parte.
Parece imposible dejar de ser goloso en la Navidad. Se puede intentar, claro, eso sí sabiendo quienes lo vayan a hacer que están llamados al fracaso. Y es que los turrones y mazapanes, las peladillas y los piñones, los polvorones y los roscos, sin contar con los dulces caseros tradicionales, son parte de la gloria y son parte del pecado. Así podemos ver en la calle Mayor, un carrillo de chuches y de sabrosos bollitos que tientan a nuestra gula natural. Es el "Pecado del Goloso", nos dice, y ya ustedes nos dirán...
