El cielo encapotado -con nuestra sempiterna panza de burro- no invita a que la gente llene la playa. Tan solo los playeros verdaderos se animan y se atreven a gozar de la quietud que reina en la mañana. Las hamacas duermen sobre la arena tibia; pequeño batallón de esforzados guardianes que esperan. Sus colores, azul y blanco, contrastan con el amarillo de la bandera que ondea. Mientras, algún esforzado bañista en el agua, nada.
El edificio del Conservatorio de Música de nuestra Ciudad no puede ser catalogado de bonito de ninguna manera, se mire como se mire. Pensábamos. Feas a rabiar son las paredes que dan a las calles General Bravo y Maninidra, sin un ápice de gusto para ser -lo que debiera haber sido- un edificio emblemático. Se guiaron tan solo, suponemos, con el intento de que el ruido producido por los instrumentos tocados por estudiantes de música no llegara a la calle, para que la gente, los transeúntes y vecinos, no fuéramos molestados. Pensábamos que el edificio era feo por todos lados hasta que caímos en la cuenta de que el mismo cuenta con un bonito final. Nos referimos a la parte superior de la techumbre que puede verse desde la Plazuela por encima de la iglesia de San Francisco. Algo es algo, nos dijimos. Y nos quedamos satisfechos.