Afuera, sobre el antiguo cauce del barranco Guiniguada, las gentes se aprestan a iniciar los ritos del Carnaval Tradicional, nombre con que se conoce ahora lo que unos años fue Carnaval de los Indianos. Afuera la gente va con ropa blanca, y blancos son los polvos que llevan para el ritual.
Adentro, en el recogido espacio catedralicio, otras gentes se disponen a escuchar a los querubines. Saben estas gentes de los Niños Cantores de Viena, y aseguran, entre ellos, que los niños cantarán como es seguro que cantan en el cielo todos los coros celestiales.
Los carnavaleros habrán salido de las batallas libradas entre ellos con los polvos de talco como arma, alborozados, pensamos. De la Catedral -podemos atestiguarlo- hemos salido todos con el alma henchida de gozo. No en vano, el espectáculo profano y religioso a la vez nos deparó una velada de canto angelical. Que lo digan, si no, quienes sentimos como se nos llenaba el alma de ternura oyendo (valga el ejemplo) a un pequeñín de ocho años cantar -él solito- el Ave María de Schubert en el silencio total del hermoso templo absolutamente abarrotado.
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