Partió la guagua de la Estación del Teatro con un número no pequeño de pasajeros. En la parada del Hoyo y en las siguientes fueron subiendo más y más personas hasta llenarse la guagua como acostumbra a hacerlo en las horas puntas y en las no puntas. En la calle, un reloj marcaba 27 grados y eso que estamos en diciembre; dentro del vehículo, ni les cuento. Paraba la guagua y más gente subía hasta casi llegar a apelmazarnos como si fuéramos tortas de turrón navideño, del duro. En esto sube un hombre alto, corpulento; lucía camisilla sin mangas, negra; cabeza calva, y rasurada por donde aun podía lucir cabellos; sus brazos y hombros velludos eran como un reclamo. El hombre queda cerca de nosotros y se agarra como el resto de pasajeros de a pie como Dios le da a entender. De repente, levanta su brazo derecho para asirse al agarradero. Nos alarmamos, nos tememos lo peor... pero un suspiro de alivio nos sale del pecho: nuestro hombre lleva los sobaquillos con un depilado perfecto.
miércoles, 12 de diciembre de 2018
En la guagua
Partió la guagua de la Estación del Teatro con un número no pequeño de pasajeros. En la parada del Hoyo y en las siguientes fueron subiendo más y más personas hasta llenarse la guagua como acostumbra a hacerlo en las horas puntas y en las no puntas. En la calle, un reloj marcaba 27 grados y eso que estamos en diciembre; dentro del vehículo, ni les cuento. Paraba la guagua y más gente subía hasta casi llegar a apelmazarnos como si fuéramos tortas de turrón navideño, del duro. En esto sube un hombre alto, corpulento; lucía camisilla sin mangas, negra; cabeza calva, y rasurada por donde aun podía lucir cabellos; sus brazos y hombros velludos eran como un reclamo. El hombre queda cerca de nosotros y se agarra como el resto de pasajeros de a pie como Dios le da a entender. De repente, levanta su brazo derecho para asirse al agarradero. Nos alarmamos, nos tememos lo peor... pero un suspiro de alivio nos sale del pecho: nuestro hombre lleva los sobaquillos con un depilado perfecto.
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