En uno de nuestros paseos nos encontramos en un árbol pequeño en medio de las hojas de su copa con una flor de color lila. Y fue como un amor a primera vista. Nos quedamos cautivados. Era media tarde en una de esas horas tan lindas del día y nos plantamos ante él a ver como iba cambiando el color del cielo y para ver si cambiaba el color de los pétalos de la flor. Veíamos o más bien sentíamos los cambios casi imperceptibles, y en nuestro interior dábamos gracias por las bondades de la madre Naturaleza.
Esta calle peatonal está en el barrio de Triana. Es pequeña y estrecha. Goza de un ambiente sosegado en el que el tiempo parece haberse detenido y de noche, sobre todo, es un remanso de paz. Pasamos por ella de cuando en cuando y nos encontramos solos, como si la vida en el planeta hubiera acabado un rato antes. Silencio y quietud. Por no ver, no vemos si una sombra de alguien proyectada por las luces de las farolas y de algún establecimiento semiabierto a estas horas. Es una gozada: la tranquilidad plena. Sólo falta, quizá, el canto de una saeta.
En uno de los centros comerciales de la ciudad hemos visto en el suelo, a su alcance, unos juegos para niños. En uno de ellos estuvimos un buen rato y viendo la alegría de los infantes retrocedimos años, muchos años, y nos dejamos embargar por la ternura. Nos acordamos que también jugábamos -mejor decir también jugaban las niñas- a este juego compuesto por diez casillas numeradas de la uno hasta la diez (que marcábamos con tiza en la acera en tiempos que las aceras eran de los niños) en las que con habilidad ellas -las niñas- van saltando paso a paso con un pie o con los dos según el juego lo pide: uno, uno, uno, dos, uno, dos, uno, uno. Y ya en el final, al llegar al número diez, a empezar de nuevo, con una alegría que para nosotros quisiéramos. Divina niñez
La luna, creciente, nos acompañaba anoche. La veíamos entre brumas y la veíamos chiquita allá arriba en el cielo. Y contentos, nos pusimos a pensar que ella es nuestra amiga pues siempre (incluso cuando no la vemos) está con nosotros. Y nos pusimos a nombrar sus fases: creciente, llena, menguante y nueva. Nos entusiasma la luna y siempre nos gusta, incluso cuando está en nueva...
Las luces, a lo lejos, nos dicen que hay vida allá por el oeste de la capital. Las luces nos hablan de un barrio lleno de vida en esas montañas que durante el día nos parecen yertas. Las luces, más allá del majestuoso barranco de Tamaraceite, por donde Las Torres tiene su asiento, nos indican que estos sitios al parecer sin presente, tienen futuro. No sabemos si felicitarnos o amargarnos pues al paso que vamos no veremos en nuestra ciudad ni en nuestra isla un trozo libre de terreno. Todo lo ocupa el hombre. Todo. Y la Naturaleza -la pobre- se vuelve invisible. Un misterio.
La mar en calma. Las barcas en La Puntilla, casi ni se mueven. Nos fijamos en ellas. Tan sólo un tenue balanceo. El mar, con el azul del cielo reflejado tiene unas olas que no son ni de marejadilla. Las sentimos como si fuesen el murmullo de la respiración suave de un corazón pequeño, de un bebé. Intentan y no pueden subir por el espigón. Nada que nos perturbe; toca gozar con la tranquilidad.
Llamamos a esta planta la malquerida, nombre de un drama rural de principios del siglo veinte. La planta que nosotros vemos, no es un drama ni es rural sino que crece curiosa y significativa en cada uno de los rincones de nuestra geografía capitalina. También puede que crezca en esos pueblos isleños de Dios, pensamos, pues es como una plaga bíblica y de ello pueden dar cuenta quienes por orden del Ayuntamiento las quitan hoy aquí y mañana allá. Porque mañana o pasado vuelve a nacer y a salir aquí o allí: en la calle o en la carretera. y en las aceras, y en parques y solares, al abrigo del viento y en descampados. En donde sea si una grieta en el piso permite que asome su cabecita vegetal. Y no es fea la planta. No, que va. Bonitas son sus espigas verdes y sus flores blancas o amarillentas. Es, decimos, la malquerida nuestra, una planta bonita y sin embargo, nadie la quiere. ¿Por qué será?