La copa de un flamboyán florecido no tiene nada que envidiar a la copa del mundo mundial de fútbol. Bien es cierto que no tiene tras de ella a veintidós jóvenes atletas en calzones cortos disputándose un balón de reglamento, ni tampoco a infinidad de hinchas chillando, gesticulando, alabando, maldiciendo, cantando, contentos o tristes según les va a la selección de sus almas, borrachos o no borrachos, en miles de asientos en descomunales estadios. Nuestra copa no tiene nada de eso ni lo necesita. Nuestra copa es guapa, preciosa, juguetona con el viento y bien acicalada, y la tenemos aquí con nosotros, florecida año a año y para gozarla tan sólo tenemos que levantar un tanto así los ojos...
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