Cuatro Musas nos salieron al encuentro en el Auditorio Alfredo Kraus, en la sala Jerónimo Saavedra. Con una exposición del artista Luis Montull, muy digna de ellas. Allí pudimos ver esculturas pequeñas y pinturas que nos sorprendieron. Y, con unas y con otras, unos poemas a Ana, su esposa, su verdadera Musa. No estaban, naturalmente, sus obras grandes en tamaño, que están regadas como agua del cielo por la capital y pueblos de la isla. Las cuatro Musas: de Escultura y de Pintura, de Poesía y del Amor allí estaban. Y se deleitaban al igual que deleite sentiría Ana allá arriba en los cielos. La exposición estaba montada en su recuerdo y llevaba un título mágico: "8 poemas para Ana". Ocho poemas. Y ocho obras de arte en bronce trabajadas por el Artista para ella...
En el Parque de San Telmo una mini exposición nos llama la atención. No es mini por su contenido pues habla, ni más ni menos, que de el comercio entre islas que "ha estrechado los lazos entre las Islas Canarias y (...) ha forjado un profundo sentimiento de pertenencia a un archipiélago compartido". Del comercio marítimo al que hemos estado y estamos abocados por nuestra condición de islas. Cuenta la exposición con tan sólo cuatro expositores dobles. Son una treintena de ventanas abiertas en las que podemos ver muelles y barcos y personas de hace tiempo gracias a fotografías antiguas entrañables de la Fedac. Y con un título largo que, entre otras cosas, nos dice: "La historia del comercio marítimo en Canarias".
Siete eran las palmas que había en los terrenos llanos o en la loma. No sabemos si allí en donde estaban, siguen estando. Eran siete palmas que dieron nombre a la nueva urbanización que vendría a dar empaque y colofón a la Ciudad Alta. Eran siete las palmas que ya no vemos con el verdor de sus hojas y la esbeltez de sus tallos. Pensando en ello estábamos cuando ante nuestros ojos se alzaron unas elegantes palmeras de acero. Altas y fuertes, decorativas. Están en la acera justo al lado del centro comercial. Su corpulencia, pensamos, difícilmente permitirá que se bamboleen con el viento.
Hay casas que nos llevan a los años de la infancia aunque nosotros no vivamos en ellas. Son las casas llamadas terreras, pero no aquellas construidas por el Patronato en tiempos del General García Escámez. No, son otras a las que podemos llamar comunitarias pues se construían en comunidad, sobre todo a la hora de echarles el techo, amenizado el trabajo con sancocho y ron del bueno.
Desde nuestras butacas en el anfiteatro del Teatro Pérez Galdós veíamos algunas de las pinturas de nuestro gran Néstor. Y según iba desarrollándose sobre el escenario la obra que nos ofrecían, en honor a Lorca, un sentimiento de hermanamiento se iba apoderando de nosotros. Pintura y poesía, pintura y música, se hermanaban. No sabríamos explicarlo pero es que los dos artistas -Néstor y Lorca- se unían en el espectáculo y cuando veíamos a las bailarinas dar vueltas y más vueltas con el cante de las poesías de Lorca ("Verde que te quiero verde, verde viento, verdes ramas"...) acompañadas por la música de piano, percusión, guitarra y castañuelas, veíamos en las volandas de sus trajes y en sus taconeos lo más hermoso de los angelotes desnudos de Néstor.
Una hamaca en la arena de Las Canteras entre dos palmeras o dos cocoteros nos trae a la cabeza el recuerdo de estampas vistas de playas tropicales. Y pensamos, claro que pensamos, en lo bonito que quedaría una alfombra roja por la que pasaran nuestros visitantes entre la avenida y la orilla del mar. Sería, estamos seguros, un toque de glamour. Mientras tanto, el hombre en su hamaca, tranquilo él, parece dormir
la siesta acariciado por la brisa marina y a cubierto de los rigores del sol por la sombra de las palmeras, o cocoteros, que en esto nos formamos un lío tremendo si queremos diferenciarlos. Estamos a ver si un coco le cae al hombre dormido en la cabeza. Entonces, saldremos de dudas. Sin duda.
Paseábamos recorriendo el corto paseo que va desde el Auditorio hasta el Atlante con el mar a un lado y la autopista que ruge de coches al otro. Y así pudimos ver dos láminas (seguramente de acero), una en la ida y la otra a la vuelta con el nombre de El Lloret. Y ello nos dio pie para pensar que no sólo en calles y plazas podemos encontrar apellidos ilustres. Así, éste, Lloret, está en el paseo pues por aquí hubo durante décadas unas fábricas de conservas de pescado que fueron un vivero de puestos de trabajo para tantísimas gentes. Junto al de Lloret no estarían de más los de Llinares y de Ojeda. Se lo merecen.