Terminamos nuestro paseo de la tarde y ya de noche subimos por la calle Perdomo en busca de la guagua. Como nos pasa siempre que transitamos por aquí (por la zona del viejo barrio de Triana) a estas horas, nos entró un extraño sentimiento de nostalgia. Es como estar en una calle desierta con el silencio como acompañante. Casi nadie transita por aquí, quizá alguien despistado como nosotros solos o acompañados. Los coches, quietos, esperan la siguiente mañana mientras las farolas iluminan las fachadas. Un poco más arriba, vemos la espadaña de la iglesia de San Antonio; iglesia con su fachada en la que lucen piedras de cantería azul. Más allá, en la loma, lo poquito que han dejado al "descubierto" de los Riscos. Del risco de San Nicolás o de San Lázaro o de San Bernardo. De los amados Riscos de siempre.
Junto al barrio de San Cristóbal allá por donde termina la larga avenida marítima que da al este tuvieron que hacer obras en la escollera debido a algunas subidas de la marea, quizá por aquello del cambio climático. Quienes fueran que tuvieron la decisión de hacerlo, cambiaron en la escollera los clásicos tetrápodos que nos han acompañado durante tanto tiempo por unos cubos puestos por aquí para que jueguen a los dados los gigantes marineros. Sea como fuere, lo cierto es que poco tardaron los amigos de la pintura en pasar por estos andurriales y pintar con puntos, que no con números arábigos, algunos números del 1 al 6. Hemos visto un dado con el 2 con dos puntos naturalmente, y el 5 con cinco, y el 6 con seis. A lo mejor los otros números están por ahí escondidos o se han ido de guateque.
Mono, remono, requetemono. U orangután, vayamos a saber. Lo hemos visto por la barriada de Guanarteme que buenas cosas tiene y mejores nos ofrece. Está ahí en su jaula viendo pasar el tiempo. Nuestro tiempo. Con ojos relucientes y una media sonrisa o una sonrisa entremedias. Cualquiera sabe. ¿Qué pensará el señor mono viendo pasar a las gentes que por enfrente de él pasean con sus alegrías y sinsabores, con sus prisas y sus paciencias? Es un mono sabio, se ve. No hay más que fijarse en su presencia. Y en su testa de vejete encanecida por años y años de nobleza.
Una buganvilla preciosa, de color violeta o malva, encontrábamos junto a la parada de la guagua y hacia ella se nos iban nuestras miradas. Era robusta, casi maciza, fenomenal. Estaba y sigue estando, aunque no tan florida, en un parterre de la que era y es dueña absoluta. Ha perdido algunas hojas pero ahí sigue presumiendo de sus colores. Colores que le da la madre naturaleza y que no sabemos nombrar quizá porque no podemos definir la belleza. Linda buganvilla, preciosa, de color malva o violeta.
En los años del boom turístico por el Parque de Santa Catalina, la calle Ripoche y otras calles cercanas, en Las Canteras había lugares de diversión para turistas y nativos, conocidos todos ellos, es de suponer por los noctámbulos de entonces. Uno de estos sitios que nosotros conocíamos no más que de oídas era el club (o lo que fuera) al que llamaban La Cueva en los bajos de un edificio de la Avenida. Nunca llegamos a ir y tampoco tenemos por seguro que fuera como decimos pero nos atrevemos a asegurar que un local que está hoy en día fuera de servicio, desde hace mucho tiempo, del que tan sólo vemos la puerta cerrada con candados y con herrumbre es o más bien fue, tal club nocturno. Alguien podrá atestiguarlo, creemos.
En el Muelle de Santa Catalina podemos ver cada semana, en época de cruceros, estos grandes hoteles flotantes a los que llamamos oportunamente, como debe ser, Cruceros, los cuales se mantienen, no sabemos cómo, a flote, en las tranquilas aguas de la bahía invitándonos a su contemplación. Éste, el de la foto, lo vimos, majestuoso, en la pasada noche en la que paseábamos por allí. Elegante y robusto. De su chimenea salía un humo blanco que posiblemente fuera una despedida a la ciudad y a estos muelles que los acogen con regularidad.
Un asiento, en Triana. El asiento para el trasero, en el suelo. El respaldo en la pared. Vemos este asiento ocupado casi todos los días, en nuestros paseos por la calle Real, y nos preguntamos cómo puede un ser humano estar ahí, sentado con las piernas estiradas, horas y horas, expuesto a la conmiseración y a la buena voluntad de las gentes. Las gentes, las buenas gentes, todas las gentes, pasamos junto a él y ya ni le vemos. Quizás, hacemos un gesto de desaprobación porque podemos tropezar con sus piernas o, porque, ¡vaya usted a saber qué hace ahí sentado ese hombre! Esta situación, junto a la de otras personas pidiendo de mesa en mesa en las terrazas de Triana y de Las Canteras, nos llena de dolor y de vergüenza.