La Plaza Hurtado de Mendoza o de las Ranas, que es como la conocemos todos ya que sus dos ranas están todo el día expulsando agua al estanque por sus entreabiertas bocas animando el ambiente, es un oasis de paz que tenemos aquí mismito. Y ello lo saben los muchos ciudadanos que por un motivo o por otro la visitamos o la transitamos, algunos casi a diario, pues es paso obligatorio de quienes han de ir o venir desde los viejos Riscos al barrrio de Triana. Benditas sean las ranas y sus vecinos los cerrados quioscos.
Hace ya un tiempo, bastante tiempo es el que ha pasado, desde que en la arena de la Playa de Las Canteras plantaran una veintena de palmeras que desde entonces dan a este trozo de playa -al que llaman Playa Grande- un aspecto de paisaje tropical. Fue en su momento una buena idea y a aquellos quienes la denostamos entonces no nos queda otro remedio que aplaudirla ahora. Ahora, al gozar de las palmeras, hermosotas ellas, con un aspecto primoroso de noche y de día, que nos dan, además buena sombra, cuando el sol casca de lo lindo desde allá arriba en sus dominios, cual rey indiscutible que reina sobre los bañistas y sobre quienes se tuestan bajo sus rayos de fuego.
En una esquina, en Vegueta, dos nombres para una calle nos muestran sentimientos y sensibilidades distintas según los distintos tiempos. En uno, suponemos que el más nuevo, tiene el nombre de un hombre de estado, nombre de político renombrado en sus tiempos y aún en los nuestros. En el otro, nombre de situación a la que aspiran los pueblos: El Progreso. No sabemos el porqué de que estén los dos nombres en tal esquina. Suponemos que exista una causa que lo justifique, y que no sea una idea luminosa de un concejal de turno que pueda desaparecer en un plis plas. En nuestra opinión sobra un nombre. ¿Cuál? El tiempo nos lo dirá. Y a lo mejor lo vemos.
Cual centinela, la gaviota o paloma, otea el paisaje subida a lo alto del coche. Desde su atalaya, el ave ve como los terrenos suyos, que eran agrícolas, se han convertido en tierras de grandes centros comerciales. Observa, eso sí, que aún quedan muestras de lo que en su día fueron ricas huertas; ahí mismito, por donde en tiempos de lluvia discurría el agua del barranco. Puede ella ver aún cañaverales, palmeras, dragos... Y más allá, las laderas y las pequeñas montañas con sus colores de siempre..
La puerta de una casa que ya tiene sus años y que lleva unos cuantos desocupada a lo que se ve, nos lleva a tiempos pasados y nos trae de regreso al presente. Está la casa y está la puerta en Triana y ésta, la puerta, parece ser recia, de buena madera, de riga tal vez. Ni el sol ni la lluvia ni los vientos han podido con ella. Por ello nos acordamos de los carpinteros que trabajaban poniendo lo mejor de sí mismos para obtener obras que siguieran bien vivas cuando ellos ya hubieran dejado aquí los recuerdos de su arte. Al mirar la puerta y volver al presente y verla llena de garabatos pensamos en las diferencias que marcaron aquellos tiempos y el ahora. Diferencias muy sensibles, digamos.
De color rojo o encarnado son las copas de los árboles a los que llamamos flamboyán y que, con buen criterio, autoridades y particulares han ido plantando aquí y allí por buena parte de la ciudad. Así nos es posible el verlos por parques y jardines, en plazas grandes y en plazoletas pequeñas, en calles y en avenidas, O eso nos parece a nosotros, pues amigos que somos de ellos, nos aparecen por todas partes. Y por todas partes vamos agradeciendo el milagro de sus 'flores' y de la sombra amable que nos procuran. Son una delicia, agradables siempre no importa con qué tiempo.
Al pasar, la vemos en la entrada del establecimiento y sentimos en nosotros el suave dulzor de su mirada. Y nos paramos a verla y su ojo -sus ojos- nos estremecen con su bondad. Y es que, la vaca con su cencerro está ahí para darnos las buenas tardes o dar los buenos días a quienes madrugan... Y sus ojos son luceros. Y la vaca, rumiando sus pensamientos, nos hace retroceder hasta un tiempo en que éramos niños o jovenzuelos y vemos por las calles del barrio, en nuestro interior, a la vaca que un hombre lleva repartiendo entre las vecinas medidas de leche espumosa, Leche que tomamos ahora en el recuerdo con una cucharadita de gofio en polvo.